Toda la magia de Mané no alcanzó para conjurar su peor maleficio: el del alcohol y los excesos. Derrotó la pobreza extrema en la que había nacido, gracias a una habilidad única en las canchas de fútbol, pero la endiablada gambeta que tantos defensores desairó en su carrera no le sirvió para esquivar su trágico destino, que lo llevaría a morir solo y arruinado antes de cumplir los 50 años.
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