Las horas pasaban y los padres de los niños no regresaban. De pronto, empezaron a escuchar golpes sobre sus cabezas. “Poc, poc, poc”. Los golpes, que parecían provenir de algo que golpeaba la parte de arriba del coche, eran cada vez más rápidos y más fuertes. “POC, POC, POC”. Los niños, aterrados, no pudieron resistir más: abrieron la puerta y huyeron a toda prisa.
Solo el mayor de los niños se atrevió a girar la cabeza para mirar qué provocaba los golpes. No debería haberlo hecho: sobre el coche había un
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